14 agosto, 2011

A la hora del receso.


A la memoria de mi maestro Tomasito.


Era un hombre delgado y espigado. Poseía modales de aristócrata. Su voz de barítono tenía una cadencia que nos mantenía atentos a sus charlas. Su sola presencia imponía respeto en el aula. Era sin embargo, dado a las jaranas, cuando el momento llegaba. El único castigo que aplicaba a los alumnos, consistía en parar al indisciplinado de cara a la pared durante media hora en una esquina del aula, mientras él impartía su materia. Era un maestro exigente y recto, pero querido y repetado por todos.

La escuela tenía cuatro aulas y un inmenso patio trasero atiborrado de árboles maderables, bajo cuyas sombras conversábamos y jugábamos durante el receso. Cuando sonaba el timbre, alumnos y maestros salíamos a merendar, a correr y a charlar, pero un discípulo debía quedarse en cada aula para cuidar las pertenencias de todos, debido a la deleznable manía que tienen algunos seres humanos, de apoderarse de lo que no les pertenece.

Aunque el maestro Tomasito era muy inteligente y suspicaz, jamás supo la causa por la que los varones custodiábamos el aula, incluso, cuando le correspondía a una muchachita. Nunca supo que el receso era el momento del centinela. Todo se planificaba de antemano y una parejita penetraba al closet, mientras el vigilante, velaba.

En aquel closet, donde se guardaban tizas, borradores y aperos de limpieza, muchos alumnos dieron su primer beso y manoseamos senos que intentaban emerger. Algunos deslizamos las manos un poco más abajo, hasta percibir los cambios más visibles de la pubescencia y la más osada del aula, dilapidó su virginidad.

Algunos, los menos, eran noviecitos de escuela primaria, pero la mayoría eran sólo encuentros concertados por mutua conveniencia. Un apretón, por un dulce de coco y un toqueteo a cambio de un "pan con algo", era la mayoría de aquellas impúdicas acciones de dando y dando.

Los centinelas voluntarios no tenían nada que ver con los agentes de seguridad de los hoteles, los hospitales y las discotecas de hoy. No ganaban absolutamente nada por aquel peligroso trabajo; sólo la confianza de los complacidos condiscípulos.  


                                                                  === FIN ===

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