10 agosto, 2011

Las aventuras infantiles.

Me parece mentira que estemos viviendo en la era de internet, la telefonía celular y la informática y sin embargo, hace apenas cuarenta años -allá por el 1969- el único televisor que había en La Marina era el de Pura Bello; un RCA en blanco y negro, empotrado en un enorme mueble de madera barnizada.

Durante la Zafra de los Diez Millones construyeron el parquecito del barrio. Era una especie de anfiteatro, con una docena de bancos de hormigón sin respaldo y una cabina con dos ventanas y rejas, en cuyo interior ubicaron el primer televisor social de la zona. Por aquella misma fecha le asignaron televisores soviéticos a varias familias, a los que todos podíamos acudir.

A las siete y media de la tarde -la hora de las aventuras infantiles en la televisión- las viviendas privilegiadas y el parquecito del barrio se colmaban de telespectadores; desde el octogenario en muletas hasta el pequeñín en brazos de su madre. Los adultos ocupaban los asientos y los niños nos sentábamos en el piso como pudiéramos. El hacinamiento era de tal magnitud, que resultaba imposible permanecer en aquellos sitios durante la media hora que duraban las aventuras y los tufillos más insospechados se mezclaban en una rarísima amalgama.


A esa hora yo prefería sentarme en el martinete, donde tenía lugar la tertulia de los mayores, aunque no niego que algunas veces me sumé a la multitud para disfrutar de las aventuras del momento. Recuerdo de aquel espacio televisivo, aventuras como La guerra de los Palmares, El conde de Montecristo, Tierra o Sangre, Los Tres Mosqueteros, Los Comandos del Silencio, personajes como El Corsario Negro, El Halcón, Guillermo Tell, El capitán Tormenta y actrices como Cristina Obín, Irela Bravo, Miriam Mier y actores como Carlos Gilí, Alberto Graverán, Carlos Moctezuma y Carlos Paulín.  

Arco y flecha
Cuando observo en la pantalla de mi TV, las masacres que ocurren en algunas escuelas, recuerdo la nociva influencia que ejercieron en nuestra niñez aquellas aventuras. Desencadenaban una fiebre de beligerancia en todo el pueblo y llegamos a formar verdaderos ejércitos, donde los mayorcitos fungían como jefes y los más pequeños éramos los soldados, pero todos nos tomábamos muy en serio nuestros roles.

Los combates cobraron varios lesionados. Mauro fue herido en un dedo. Otros fueron heridos en brazos y en el rostro. Algunos prisioneros fueron atados y torturados con quemaduras de lupas y cigarros encendidos. A otros les arrojamos encima hormigas bravas, como si fuesen tambochas. Hicimos pociones venenosas que afortunadamente no causaron ningún daño, quizás por el desconocimiento de los hechiceros o porque no existían a nuestro alcance, las medicinas y compuestos con qué prepararlos.
Espada de madera

Aquello pasó rápidamente de un juego de muchachos, a una verdadera guerra entre barrios. En una ocasión capturamos a un chico del barrio La Pelúa, que temerariamente estaba haciendo un mandado en nuestro barrio. Fue torturado como en el campo de concentración de Auschwitz. En otra ocasión, un soldado de nuestro ejército fue sorprendido en el patio de una vivienda, donde se desarrollaba una importante reunión del ejército enemigo. El espía fue capturado y amarrado a una máquina de moler café instalada en un rancho. Al rato, después de mucho forcejear, arrancó a correr, llevándose consigo -atada a sus manos- la dichosa máquina. Los dueños de la vivienda tuvieron que hacer un gran esfuerzo para recuperarla, pues ya la habíamos declarado botín de guerra. Chunga; el dueño de la máquina, le dijo a nuestro jefe: “… de eso nada, mi negro. Ustedes pueden jugar con lo que quieran, -hasta con mierda de perro- pero no con mi buchito de café; así que me vas devolviendo ahora mismo la maquinita o te acuso en la policía por robo”

Todo aquello terminó a raíz de mi accidente. Yo tenía apenas ocho años. Era la hora del baño y mi madre me llamó reiteradamente, pero la desobedecí, pues debía cumplir la misión que me habían encomendado en el Estado Mayor: Se había comprobado que Luisito era traidor. Debía capturarlo y llevarlo ante mis superiores. Luisito era bellaco. Vivía al lado de la escuela. Por el patio del colegio, penetré al de su casa. Trepé a una frondosa guásima para lograr mi objetivo. Esperé al acecho en el árbol por más de una hora, hasta que salió el muchacho. Al pasar por debajo; me lancé a capturarlo. Luisito era bellaco… y rápido. Desenvainó su espada de marabú y ¡zas!

Espada de madera

Recobré el conocimiento dos días después en el hospital infantil de Manzanillo. La espada había penetrado por el escroto, aunque milagrosamente no causó daño a los testículos… ni a lo otro. Contaba luego el cirujano, que me extrajo de allá adentro, un pedazo del short de curduroy azul que llevaba puesto aquel día. La intervención quirúrgica duró varias horas y me hicieron una graciosa sutura, como la de las pelotas de béisbol. Permanecí convaleciente, unos meses, en casa de tía Deisy, en la ciudad del golfo.


Durante mi convalecencia, ninguno de los superiores me visitó, pero aquella cobarde actitud no me desalentó. Cuando regresé al barrio, inmediatamente me presenté en el Cuartel General, listo para reincorporarme al ejército. Atravesé el patio de la casa de Pepito Trevín; toqué en la puerta con fuerza. Un antiguo camarada de armas, que estaba dentro de la letrina –que era la sede de nuestro Cuartel General- me gritó entre pujos, que la guerra había terminado. Cuando concluyó su faena, me explicó que la policía había intervenido en el asunto y les impondría multas a los padres que dejaran deambular a sus guerreros por el barrio. 


                                                                 === FIN ===

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