10 agosto, 2011

La Marina.

Fondeadero de La Marina
A "los marineros".


Siento un inmenso amor por aquel barrio de enorme tradición pesquera. Aunque nací en la Sierra Maestra, fue en aquel humilde sitio costero donde pasé los primeros años de mi vida. Aquella barriada y sus personajes dejaron indelebles huellas en mí. Allí se forjó mi carácter y cultivé auténticas amistades, nacidas entre juegos infantiles y altercados callejeros. Aquel seguirá siendo mi barrio, aunque hace muchos años renuncié a verlo como a Guanabo, Ipanema o Cozumel.


La amplia calle Progreso separa a La Marina del resto del pueblo y a simple vista se aprecia la diferencia entre ambos. Aunque algunos no quieran reconocerlo; aquel es un barrio marginal. Hablar allí de adoquines y avenidas es como entablar una conversación con un párvulo. Sus calles permanecen vírgenes, pues no han disfrutado aún del sofocante calor del asfalto y son además, huérfanas de aceras y contenes y están más deterioradas ahora, que en los días de mi infancia. Allí no existe red de agua potable. Cada vivienda posee su propio pozo o se abastece del pozo del vecino. Tampoco existe alcantarillado y las aguas residuales son vertidas en fosas y letrinas o corren por zanjas plagadas de lombricillas contorsionistas, que danzan sin cesar en un fétido limo verde.


Calle Cortina
Cuando llueve, por la calle Cortina corre -arrastrada por las aguas- toda la basura de los barrios de la loma. Bajan tusas de maíz y empapados trozos de papel periódico, avergonzados del rol que les impusieron, después de disfrutar de su lectura. Hasta mondongos de puerco y gallinas tiesas he visto navegar, en una frenética regata que tiene su meta en la orilla del mar.

Orilla del mar. La Marina
La iglesia Pentecostal se alza  lado al hogar de mi infancia, por la generosa donación de mi bisabuela Panchita. La devota anciana le donó a un pastor ambulante -a mediados del siglo pasado- la mitad del terreno de su propiedad para que levantase un templo. Aquella casa de Dios es tan modesta como el barrio donde se encuentra encalvada y no se percibe en ella un solo detalle que la asocie a corriente arquitectónica alguna, como sucede con las opulentas iglesias católicas. Aquel templo es una simple nave rectangular con muros de bloques de hormigón y cubierta ligera a dos aguas, escondida tras una alta fachada.

La escuela de La Marina está muy cerca de la iglesia. Un extenso portal con seis columnas toscanas, donde descansa un alto pretil que esconde la cubierta ligera a cuatro aguas. La iglesia y la escuela son las construcciones más importantes del barrio... y las únicas instituciones públicas. Allí no hay cafeterías, ni parques, ni zonas verdes, como reclaman los niños, los ancianos y los ecologistas. A pesar de todo, el barrio tiene dos méritos singulares: sus casas no están enrejadas como la mayoría en el país y aún permanece libre de oficinas y sus burócratas.

Todavía hoy es muy común ver a las mujeres en bata de casa, recorriendo el barrio o comprando el pan en la bodega. Todos allí poseen un apodo por el que responden, sin afectarlos la causa por la que se lo endilgaron y los hombres que no beben azuquín son considerados disidentes o tipos raros.

Por fortuna, años antes de llegar al barrio en brazos de mi madre, ya habían desaparecido los bayúes y bares que -según contaban los mayores en las tertulias- eran los negocios que florecían en La Marina, antes del año 1959.

Aquella gente sencilla continúa hoy, levantándose bien temprano en la madrugada para arrebatarle al mar la subsistencia diaria y sus humildes viviendas languidecen día a día, bajo el permanente flujo de las mareas, el salitre y las ventoleras.

Aunque más de un centenar de “marineros” somos ahora médicos, abogados, ingenieros y arquitectos, la mayoría ya no vivimos en el barrio y los jóvenes de hoy -como nosotros hace ya más de treinta años- no disponen de espacios para la cultura, el ocio y la recreación.


                                                                === FIN ===

No hay comentarios:

Publicar un comentario