23 diciembre, 2012

Matiné del domingo en el cine.


Dedicado a Ika, Mongui, José Arturo y otros amigos de la infancia que se fueron aún jóvenes.

He pasado un domingo como hace meses añoraba. He permanecido todo el día en el apartamento, sin muchas cosas en mente. He comenzado a leer un excelente libro que un buen amigo me regaló, hace dos meses, en Tampa. El libro se titula “25 maneras de ganarse a la gente”. Entre lectura y sorbos de café, me han venido a la memoria recuerdos de mis domingos de infancia, en Campechuela. Este es uno de ellos.

Cine Ruth (Duaba)
Corría la década del setenta y todos los domingos, desde muy temprano en la mañana, una legión de bulliciosos muchachos hacíamos cola frente al cine Ruth (ahora, cine Duaba), que es el único cine del pueblo, sin importarnos la película que pasarían por la pantalla. En el Campechuela de aquellos años, los domingos, los muchachos nos dividíamos en dos grandes grupos: los que íbamos al cine y los que tenían que asistir a las iglesias del pueblo. Como si todas las instituciones se hubiesen puesto de acuerdo, a las nueve en punto comenzaba la matiné en el cine, la misa de la iglesia católica y la escuela dominical de las iglesias protestantes y hasta abría sus puertas la heladería, frente al parque.

Iglesia Católica
Yo siempre pertenecí al primer grupo, por eso sólo puedo narrar lo que en el cine ocurría. A las iglesias; no podía ni asomarme, pues mi padre era militante del partido y me lo tenía terminantemente prohibido. En eso siempre lo complací, aunque nunca entendí la causa de aquella prohibición.

Por la enorme pantalla desfilaban personajes famosos como el Charlot, de Charlie Chaplin, el Gordo y el Flaco, de Oliver Hardy y Stan Laurel y muchos otros personajes y actores del cine silente. Las balaceras de Billy el Niño, los insólitos viajes de los filmes basados en las fabulosas aventuras de JulioVerne y las películas de guerra y muñequitos soviéticos eran disfrutados con igual placer que el paquete de caramelos duros que nos vendían a la entrada del cine. Algunas veces se disparaban más caramelos en la platea, que balas en el asalto al tren del filme.

Un domingo, -en que fuimos gratamente sorprendidos- pusieron la película La vida sigue igual, del famoso cantante Julio Iglesias; claro, ya el filme llevaba un mes en cartelera. Nunca he visto colas más largas en mi vida, ni siquiera en la hamburguesería de Ayestarán, ni frente al cine Chaplin, a finales de los años ochenta. La gente se pasaba la noche entera, tirada en los portales de las casas contiguas al cine, sólo para ver la película al día siguiente. Llegaron a entregarse papeletas de entrada en los centros laborales, como una especie de estímulo moral.

La inmensa mayoría de la muchachada disfrutaba los close up y los travelling, pero Pedro Emilio no le prestaba atención a la pantalla. Se conformaba con comerse de lejos, en la penumbra de la sala, a la  bella Coralia, a la que nunca le confesó su amor y por la que caminaba veinte cuadras diarias, sólo para poder verla, parado en la ventana de su casa, mientras ella disfrutaba de las aventuras, sentada en un cómodo sofá. 

Para nosotros la matiné era como la mismísima misa parroquial, a la que los feligreses no suelen faltar. Era un excelente lugar para pasar un rato agradable con la noviecita de turno, besándonos como sólo saben hacerlo los adolescentes y toqueteando por acá y por allá, cada vez que nos fuera permitido. La mayoría de las veces ni siquiera mirábamos la película y al salir del cine con un pañuelo tapándonos la nariz y la boca, -como nos aconsejaban las abuelas- le pedíamos a los amigos cinéfilos que la narraran con todos los detalles, para poder contarla luego en la casa. 


                                                         === FIN ===