20 enero, 2012

¿Preso; yo?


Estación de Ferrocarril. Morón
La inmensa mayoría de los habitantes de Morón; la ciudad del  Gallo, conoce a la familia Barroso: una pintoresca casta que  por  más  de  70  años  ha  vivido  en  la  penúltima  de   las casonas de la calle Cristóbal Colón, que eran  propiedad  de  la compañía Ferrocarriles del Norte de Cuba. Concretamente,  los Barrosos viven a dos casas del Centro de Caza (La Casona).

Uno de los Barrosos; un anciano ya fallecido, visitaba diariamente el parqueo trasero de la última casona, donde radicaban por aquella época (1994-2000) las oficinas de la Agencia de Viajes de Cubanacán -cuyo Director era Jorge Rodríguez- y de la cadena de tiendas Universo, de la que este servidor era el Director.

Allí; en el parqueo, Barroso se sentaba cada mañana a charlar con los choferes y esperaba a que Martica; la diligente jefa de recursos humanos de la Agencia de Viajes, le sirviera su acostumbrada tacita de café.

La Casona de Morón.
Barroso tenía un único tema de conversación: hablar de lo mal que estaba todo en Cuba, que si el transporte, que si la comida, que si esto, que si aquello y siempre terminaba comparando los problemas de la Cuba de la década del 90, con los servicios que existían en Morón antes de 1959.

Una mañana llego al parqueo y ya Barroso estaba allí, sentado en el muro de la cisterna y como siempre, haciendo las mismas críticas al gobierno. Cuando me acerqué al grupo, uno de los choferes le aconsejó al anciano:

- Barroso, déjate de hablar tanta mierda del gobierno, que te van a meter preso.

A lo que el anciano contestó con su característico ingenio natural.

-¿Preso; yo? No hijo, no. Me irán a cambiar de celda, porque yo llevo más de cuarenta años, preso.

… y ante tan inesperada e ingeniosa respuesta, estallaron las carcajadas.


                                                                 === FIN ===



10 enero, 2012

Cachita.

Esta no es la crónica de la Cachita que está alborotá y ahora baila el cha cha chá... Mi Cachita nada tenía que ver con aquella.

Desde que se construyó la escuelita de La Marina, Cachita siempre impartió clases en ella. Vivía en Manzanillo y viajaba diariamente a Campechuela, ataviaba con una saya plisada oscura y una blusa de color claro, sin escote y con mangas. Fue ella quien nos enseñó las primeras letras a varias generaciones de “marineros”


El aula de aquella maestra eran un ejemplo de asistencia y disciplina. Si algún alumno no acudía a la clase, ella visitaba su casa inmediatamente para conocer el motivo de la ausencia. Como en aquella época no existía la doble sesión, dedicábamos la sesión contraria a mataperrear, aunque algunas veces nos tomábamos la sesión de clases también. Como nadie aprende por cabeza ajena, varios alumnos fuimos sorprendidos in fraganti.


Salí una mañana hacia la escuela, pero cambié mi ruta y me fui a jugar pelota al terrenito del barrio. Me quité a escondidas el uniforme escolar en casa de mis abuelos paternos y me puse un pantalón viejo que para esos fines escondía en el falso techo de la cocina. 

El juego de pelota estaba cerrado  me correspondía el turno al bate. Parado en el cajón de bateo, me percaté que el pitcher me miraba fijamente; parecía petrificado y no acababa de lanzar la pelota. Chichi Aguiar, que jugaba la primera base, se tapó la cara con sul deteriorado mascotín  y escuché -ahogada- su conocida risa burlona. El que jugaba segunda base, le dio la espalda al jón y Alfredito; en tercera base, se reía a mandíbula abierta. Yo; sin comprender lo que sucedía, intenté gritar.

- Arriba Cheché; pitchea.

No terminé la frase. Un tremendo golpe en las pantorrillas me hizo dar un brinco hacia delante e instintivamente mirar hacia atrás. Era la maestra Cachita. Con una enorme regla de madera en sus manos, me dijo sin inmutarse:

- Arriba Juan Ramón; derechito para la escuela.

Barrio La Marina, Campechuela.
Carlos Bernal; Caloba, era un joven corpulento y risueño al que no le gustaba la escuela. Un día cometió el gravísimo error de bañarse en el mar en horario escolar. Cuando la maestra fue a su vivienda aquella misma mañana para conocer el motivo de su ausencia a clases; no lo encontró allí y salió a buscarlo.  Lo localizó cerca del muelle. Caloba no quería salir del agua. Cachita; parada en la playa, lo conminaba. El espectáculo duró sólo unos minutos. La educadora perdió la paciencia y ante el asombro de los presentes, entró al agua y lo agarró por un brazo. Cuando llegaron a la orilla, le sonó un par de reglazos por la región glútea y ambos, discípulo y maestra, salieron corriendo, totalmente mojados, hacia la escuela.

Para Cachita lo más importante era la asistencia y el aprendizaje de los alumnos. Aunque sus métodos no eran nada ortodoxos, no recuerdo que algún padre se quejara de su proceder; por el contrario, todos apoyaban su rectitud.

La única vez que pude pasarle gato por liebre a Cachita, fue la mañana que me coloqué una abeja en un pómulo. El aguijonazo me ardió bastante y al rato tenía la cara completamente hinchada y mis ojos; más cerrados que los de un coreano. Estuve dos días sin asistir al colegio, por prescripción médica.


En aquella humilde escuela del barrio, la negra maestra Caridad Causa –que ese era su nombre- trabajó por más de treinta y cinco años, hasta que se jubiló. 


                                                             === FIN ===