16 agosto, 2011

La cubera vengada.

Era una calurosa tarde de verano del año 1976. No podía estar en la calurosa vivienda y sudando, pensaba en cómo asesinar el aburrimiento. La televisión no comenzaba su programación hasta las seis y para mayor desdicha, el radio Rodina se había hecho añicos una semana atrás, debido a una fuerte disputa entre mi preferencia por las Olimpiadas de Montreal que trasmitía Radio Rebelde y la preferencia de mi hermana por los programas de Radio Progreso. Acabábamos de cumplir el castigo que nos habían impuesto. Por mi mente pasó rauda una idea: pediré permiso para ir a pescar. 

- Está bien, pero cuando el Sol baje.

Esa fue la áspera respuesta de mi madre. Subí entonces al frondoso níspero, para vigilar al astro rey. Aquella tarde demoró una eternidad en esconderse tras las tejas del caserón de Pura Bello. Cuando por fin el patio ensombreció, tomé los cordeles y corriendo, salvé las tres cuadras que separaban al muelle, de mi casa. Logré que uno de los mellizos de Juan Luis: Alfredo o Gonzalo, no sé, porque siempre los confundí, me regalara un puñado de camarones y me senté en una de las vigas, resguardado entre dos traviesas.

Al rato; cuando el Sol amenazaba con zambullirse en las cálidas aguas del Golfo de Guacanayabo, un pez picó en el anzuelo. Tiró del cordel con todas sus fuerzas, dando inicio a un desigual combate. Luego de un minuto de forcejeo, la batalla concluyó a mi favor y en mis manos agonizaba una cubera de más de tres libras. Aquella hermosa pieza, de carne blanca y jugosa, hizo volar mi imaginación y me encontré de pronto, parado en el umbral de mi casa y alzando en mis manos una ensarta de cuberas. Disfruté con la cara de envidia de mis hermanos y la de alegría, de mi madre.

Silverio tenía entonces dieciséis años y yo; doce. Un rato después de la captura, el joven se paró a mi lado. Observó detenidamente la cubera y me alertó que podía echarse a perder, si no le sacaba las agallas y las tripas. Hizo más; me brindó su ayuda.

- Si buscas un cuchillo, te la descamo y te la preparo.


Cubera
No percibí nada anormal en sus palabras y como mis abuelos paternos vivían frente a la entrada del muelle, corrí hacia allá para buscar un cuchillo. Cuando al cabo de breves minutos regresé contento, cuchillo en mano, ambos: Silverio y la cubera, habían desaparecido. En mi cabeza no cabía la idea de haber sido timado de una manera tan burda. Al menos –pensé- no se llevó los dos carretes. 


Fui a su vivienda de inmediato, pero allí me dijeron que no se encontraba. Recorrí varias veces el barrio, pero no lo encontré. Fue mejor así, porque si lo llego a encontrar, no sé lo que hubiese sucedido. Apenado, regresé al hogar y a nadie conté lo ocurrido.

Pasé una semana terrible. La impotencia me incitaba a pensamientos insospechados. El domingo por la mañana se jugaba pelota en el terreno del barrio. Allí estaba el truhán, cubriendo el left field. Jugaba descalzo. Se había quitado los kikos plásticos para no dañarlos, pues eran sus únicos zapatos. Me acerqué al dogout y con la complicidad de Juanito, tomé el par de kikos, los introduje en mi short y les tiré la camisa por encima. Caminé despacio hasta la morada de mis abuelos; detrás del right field. Sin el menor remordimiento, los lancé al escusado y con un palo bien largo, los hundí sin misericordia en el excremento.

Satisfecho; me senté en el piso del portal y desde allí me dispuse a disfrutar mi venganza. Al terminar el juego de béisbol, Silverio buscó afanosamente sus zapatos. Después de dar varias vueltas y preguntar aquí y allá, se dio por vencido y encaminó sus pies descalzos a su casa.

Pasarán los siglos. Quizás un equipo de sagaces geólogos y antropólogos encuentre aquellos zapatos plásticos y elabore una teoría sobre los seres que habitamos el planeta en estos tiempos, pero la verdad es que los puse a dormir, como venganza por la cubera que Silverio me estafó.

                                                                 === FIN ===

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