10 agosto, 2011

Los juegos de mi infancia.


Ahora los niños juegan durante horas en su habitación o en la sala del hogar y reciben, a través de los videojuegos y de las computadoras, decenas de imágenes violentas. Esto y los sofisticados juguetes electrónicos, han contribuido al incremento de la agresividad y el aislamiento infantil y a una drástica disminución en sus relaciones sociales. Es el alto precio que la sociedad debe pagar por el acceso a las nuevas tecnologías. ¿Ha visto usted alguna vez un batey azucarero sin bagacillo y sin olor a mela’o y cachaza?


Cuando yo era un muchacho, la vida no era tan complicada como ahora. Jugábamos todo el año y a muy variados juegos. Existía la época de las bolas, aunque ninguno de nosotros jugaba por dinero. También había temporadas de trompos, de quimbumbia y de pelota.

Cuando llegaba el momento de cazar tomeguines y bijiritas, legiones de chamacos recorríamos los cañaverales, colocando jaulas por doquier y esperando ocultos en las guardarrayas. Horas enteras, en total ayuno, esperando que cayera en nuestro balancín, la desdichada avecilla. Había también momentos para jugar a los escondidos, a la lata y a las cuatro esquinas y cuando el viento del Este soplaba con fuerza, matábamos con un gajo, mariposas y libélulas, que para nosotros eran simplemente cigarrillos. 


Juego de Dominó en La Marina
Jugábamos también dominó, parchís y dama polonesa en la barbería del barrio y los domingos alternos, en los planes de la calle, competíamos en carreras en zancos, en la cucaña, a romper el porrón y en peleas de boxeo a ciegas.

El que mejor conocía las temporadas de juego era un muchacho que aplicaba todas las leyes del mercado, sin haberlas estudiado nunca. Cuando El Negro proponía trompos, seguramente se acercaba la temporada. Si ofrecía papalotes, pronto soplaría el viento fuerte del Nordeste. Si vendía bates de madera y pelotas de cuero; una semana después comenzaba la temporada. Lo curioso del asunto, es que El Negro de Nila no era un revendedor. Todo lo que vendía -de excelente calidad-  salía de sus prodigiosas manos; él, que era un muchacho subnormal.

En la construcción de los papalotes se revelaba el carácter de cada uno de nosotros. El tímido Abel, que empinaba desde el patio de su casa, su papagayo de papel cartucho. Aquel otro; con su papalote de vivos colores y figuritas burlonas. El cometa de Caloba, con manchas negras y decenas de cuchillas en la cola, semejante a un navío pirata, que cuando aparecía zigzagueando sobre la costa, había que recoger rápidamente el nuestro, para no perderlo. El coronel de El Negro, que lo empinaba un par de veces al año, sólo para recordarnos que nadie podía hacer uno tan grande como aquél. 

Pepino de mar 
También gozábamos de otros juegos, propios de pueblos costeros y que por supuesto, tenían como escenario el mar. Lanzarnos pepinos de mar, pelear a los arenazos, a los zapatazos y a los caballitos, eran algunos de nuestros pasatiempos favoritos. Algunos muchachos pedían permiso para bañarse en el mar, pero la inmensa mayoría, lo hacíamos a escondidas. Al terminar el juego, nos lavábarnos la cara y los brazos con agua de pozo, de modo que al llegar al hogar, cuando los padres nos chuparan el cachete o el antebrazo, -que era la forma de verificar si nos habíamos bañado en el mar, sin permiso- no estuviésemos salados.

Siempre me consideré un privilegiado, comparado con otros muchachos del barrio. Yo disfrutaba de otros esparcimientos cuando llegaba el fin del curso escolar y me iba un par de semanas a Sevilla Arriba, en Pilón, donde vivían mis abuelos materno. Como en aquel lomerío no había llegado aún la electricidad, debíamos aprovechar al máximo la luz del día y antes del amanecer ya estábamos bebiendo apoyo caliente, -la primera leche que se extrae al ordeñar una vaca- con café y azúcar, en el mismo corral donde abuelo Luis ordeñaba una docena de ellas y luego aprovechábamos la hierba mojada por el rocío mañanero, para lanzarnos raudos, loma abajo, en yaguas de palma, aunque algunas veces íbamos a caer de cabeza sobre una recién depositada plasta de vaca.   

Yunta de bueyes
Años después supe que no era ningún juego de muchachos, sino el fatigoso trabajo diario de los campesinos, pero para mí era una diversión guiar a los bueyes por el narigón, mientras abuelo Luis sostenía el arado, rellenar la tinaja con agua fresca del manantial, con la valiosa ayuda de una vara y dos cubos colgados en sus extremos o cuidar el maizal y los frijoles, para que las gallinas no escarbaran y se comieran la siembra.

Por las tardes, después de reposar el opíparo almuerzo y con el pretexto de soltar los bueyes en el potrero después de la dura faena del día, galopábamos a semejanza de la caballería mambisa y buscábamos las mejores guanábanas y caimitos, para llevarlos de merienda al río. El baño en la poza, haciendo clavados desde la rama de una mata de mangos, era uno de mis pasatiempos preferidos y la mejor manera de impresionar a las guajiritas de aquel lugar.


                                                                 === FIN ===

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