Ahora los niños juegan durante horas en su habitación o en la sala del hogar y reciben, a través de los videojuegos y de las computadoras, decenas de imágenes violentas. Esto y los sofisticados juguetes electrónicos, han contribuido al incremento de la agresividad
y el aislamiento infantil y a una drástica disminución en sus relaciones sociales.
Es el alto precio que la sociedad debe pagar por el acceso a las nuevas
tecnologías. ¿Ha visto usted alguna vez un batey azucarero sin bagacillo y sin olor
a mela’o y cachaza?
Cuando yo era un muchacho, la vida no era tan complicada como ahora.
Jugábamos todo el año y a muy variados juegos. Existía la época de las bolas, aunque ninguno
de nosotros jugaba por dinero. También había temporadas de trompos, de
quimbumbia y de pelota.
Cuando llegaba el momento de cazar tomeguines y bijiritas,
legiones de chamacos recorríamos los cañaverales, colocando jaulas por doquier
y esperando ocultos en las guardarrayas. Horas enteras, en total ayuno,
esperando que cayera en nuestro balancín, la desdichada avecilla. Había también
momentos para jugar a los escondidos, a la lata y a las cuatro esquinas y
cuando el viento del Este soplaba con fuerza, matábamos con un gajo, mariposas
y libélulas, que para nosotros eran simplemente cigarrillos.
Juego de Dominó en La Marina |
El que mejor conocía las temporadas de juego era un
muchacho que aplicaba todas las leyes del mercado, sin haberlas estudiado nunca.
Cuando El Negro proponía trompos, seguramente
se acercaba la
temporada. Si ofrecía papalotes, pronto soplaría el viento
fuerte del Nordeste. Si vendía bates de madera y pelotas de cuero; una semana después
comenzaba la temporada. Lo
curioso del asunto, es que El Negro de
Nila no era un revendedor. Todo lo que vendía -de excelente calidad- salía de sus prodigiosas manos; él, que era un
muchacho subnormal.
En la construcción de los papalotes se revelaba el
carácter de cada uno de nosotros. El tímido Abel, que empinaba desde el patio
de su casa, su papagayo de papel cartucho. Aquel otro; con su papalote de vivos
colores y figuritas burlonas. El cometa de Caloba,
con manchas negras y decenas de cuchillas en la cola, semejante a un navío
pirata, que cuando aparecía zigzagueando sobre la costa, había que recoger
rápidamente el nuestro, para no perderlo. El coronel de El Negro, que lo empinaba un par de veces al año, sólo para recordarnos
que nadie podía hacer uno tan grande como aquél.
Pepino de mar |
También gozábamos de otros juegos, propios de pueblos
costeros y que por supuesto, tenían como escenario el mar. Lanzarnos pepinos de
mar, pelear a los arenazos, a los zapatazos y a los caballitos, eran algunos de
nuestros pasatiempos favoritos. Algunos muchachos pedían permiso para bañarse
en el mar, pero la inmensa mayoría, lo hacíamos a escondidas. Al terminar el
juego, nos lavábarnos la cara y los brazos con agua de pozo, de modo que al
llegar al hogar, cuando los padres nos chuparan el cachete o el antebrazo, -que
era la forma de verificar si nos habíamos bañado en el mar, sin permiso- no
estuviésemos salados.
Siempre me consideré un privilegiado, comparado con otros
muchachos del barrio. Yo disfrutaba de otros esparcimientos cuando llegaba el
fin del curso escolar y me iba un par de semanas a Sevilla Arriba, en Pilón, donde vivían mis abuelos materno. Como en aquel lomerío no había llegado aún la electricidad, debíamos
aprovechar al máximo la luz del día y antes del amanecer ya estábamos bebiendo
apoyo caliente, -la primera leche que se extrae al ordeñar una vaca- con café y
azúcar, en el mismo corral donde abuelo Luis ordeñaba una docena de ellas y luego
aprovechábamos la hierba mojada por el rocío mañanero, para lanzarnos raudos, loma
abajo, en yaguas de palma, aunque algunas veces íbamos a caer de cabeza sobre
una recién depositada plasta de vaca.
Yunta de bueyes |
Años después supe
que no era ningún juego de muchachos, sino el fatigoso trabajo diario de los campesinos,
pero para mí era una diversión guiar a los bueyes por el narigón, mientras abuelo Luis sostenía el arado,
rellenar la tinaja con agua fresca del manantial, con la valiosa ayuda de una
vara y dos cubos colgados en sus extremos o cuidar el maizal y los frijoles,
para que las gallinas no escarbaran y se comieran la siembra.
Por las tardes, después de reposar el opíparo almuerzo y con
el pretexto de soltar los bueyes en el potrero después de la dura faena del día,
galopábamos a semejanza de la caballería mambisa y buscábamos las mejores guanábanas
y caimitos, para llevarlos de merienda al río. El baño en la poza, haciendo
clavados desde la rama de una mata de mangos, era uno de mis pasatiempos
preferidos y la mejor manera de impresionar a las guajiritas de aquel lugar.
=== FIN ===
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