Al caer la tarde, me embelesaba con las historias de los
mayores. Aquellas horas eran para mí, más placenteras que la algazara de la
iglesia pentecostal o las aventuras de la televisión.
Cuando el Sol se perdía en el mar; acudían a las
tertulias Lilí, Kike Navarro, Ciro Castillo, Pacuso,
Mime, Cumbancha, Pepe; el cojo,
Leoncio, Paco y Vicentico Zambrano, Pibo y Carlín; el zapatero. Asistían
también Miguel; la cubera, Ñengo; el francés, Yarino, Gustavo Trevín,
Carlos y Manolo la codorniz, Pitcher Bueno,
Lázaro Milián y Polito.
Los asociados de honor, cuando iban, se convertían en los principales oradores de las tertulias. Eran personas que aunque no vivían en La Marina, frecuentaban
nuestra peña y gozaban del más absoluto respeto y admiración. Nadie los
había clasificado en tan selecto grupo, sólo mi púber imaginación, en la que ya
surgía esa extraña necesidad de agrupación. Los personajes más distinguidos
de aquel reducido grupo eran Isidoro Rodríguez, Robin Gil -el chofer del carro
fúnebre del pueblo- y Manolito
Castellá, al que siempre asocié con El Quijote, por su desgarbada figura, infinita
sapiencia y gran sentido de la justicia.
Plataforma del antiguo muelle |
En términos topográficos, la amplia calle Progreso
constituye la frontera física y mental entre "el pueblo" y La Marina y el muelle
era una especie de prolongación de aquella calle. La susodicha arteria estaba partida en dos
-en toda su longitud- por la línea del ferrocarril, que saliendo desde el ingenio
azucarero, llegaba hasta el extremo del muelle, a la plataforma, como la llamábamos, por donde se embarcaba el
azúcar y la miel que se producía en la importante industria. En la plataforma se cargaban las chalanas, que luego eran llevadas por un remolcador hasta el
barco mercante, que esperaba fondeado a unas dos millas de la costa.
En la entrada del muelle descansaba -cual Polifemo- un
martinete de madera dura atornillada, con un enorme mazo de acero y un güinche.
Aquel gigantón se usaba sólo en tiempo muerto, para hincar los nuevos pilotes
del muelle. A falta de un parque en el barrio,
aquella mole y las alquitranadas traviesas, eran el obligado escenario
de nuestras tertulias. Cuando el Sol iba cayendo lentamente para dar
paso a la noche, las lunetas se iban colmando poco a poco y los que llegaban
iniciada la peña, lo hacían con la mayor discreción para no interrumpir al
orador de turno. Siempre me llamó la atención que algunos mayores gozaban de un
privilegio que habían usurpado a fuerza de costumbre: tenían su propia traviesa
para sentarse y nadie se atrevía a ocuparlas.
Era aquella, una cofradía sin próceres ni plebe y todos
disfrutábamos del privilegio de la charla amena y cordial. Aunque algunas veces
las conversaciones derivaban en encendidas polémicas, nunca escuché una frase
insultante contra un oponente y jamás dos personas hablaban a la vez. Aunque nunca se
emitió una resolución de comportamiento cívico, jamás se vio allí una botella
de bebida alcohólica y los muchachos que asistíamos a las tertulias, nos
limitábamos a escuchar a los mayores, por aquello de que "... los niños hablan
cuando las gallinas mean".
Orilla del mar. Campechuela |
Las tertulias eran un calidoscopio interminable de
oradores y temas. Sentados en el martinete y en las traviesas del muelle, con
la brisa de la noche golpeándonos suavemente el rostro, la conversación iba languideciendo
lentamente, cuando los asistentes, como mismo habían llegado, se retiraban, sin
protocolo alguno, ni compromiso de filiación.
=== FIN ===
=== FIN ===
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