10 agosto, 2011

Campechuela y su estigma.

Cartel a la entrada del pueblo.
A todos los campechuelenses, donde quiera que estén.


¡Ah! Los nombres. ¿Cuántas contrariedades han causado los  nombres? El fenómeno ha sido siempre, una cuestión de moda. En Cuba; donde todo está regulado, no existe sin embargo, una ley que reglamente el nombre que deberá ponérsele a los recién nacidos. Un aspecto tan importante para la vida de un ser humano, ha quedado al libre albedrío de progenitores, amigos y familiares.

Hace apenas un siglo, eran comunes nombres como José, Antonio y Miguel, Andrés, Anselmo y Manuel, así como María, Adela y Francisca, Juana, Alicia y Josefa, aunque algunos padres se ensañaron con sus descendientes:  Agapito, Ceferino y Timoteo; Epifanio, Celedonio y Eleuterio. 

En los años sesenta, cuando el gobierno cubano estrechó sus relaciones políticas y comerciales con la Unión Soviética, automáticamente florecieron en los registros civiles del país los Alexander, Dimitri y Vladimir, junto a Natasha, Katia e Irina. Los orgullosos padres mencionaban en cualquier conversación el nombre de su hijo, sólo para dejar clara su posición política.

Una década después, desembarcó la “Generación Y”. Los padres de entonces poseían una sola obsesión: el nombre de sus hijos tenía que comenzar con la letra Y. Lo demás no importaba y competían entre sí, para inventar el nombre más inaudito. Ese fue el origen de los Yumisisleidy, Yoannys, Yusnavy, Yoleisy,  Yusney, Yoriasleivy, Yoandry, Yuriolky, Yuliesky, Yasmany, Yusiel, Yander y cuanta combinación con Y existe. La madre que nombraba a su hijo con un nombre fuera de aquellos cánones, era mirada con ojerizas, en la misma sala de puérperas.

Iniciado el nuevo milenio, aquellos ciudadanos de la ya histórica “Generación Y”, convertidos ahora en adultos responsables, intentan corregir el craso error que cometieron sus progenitores. Endilgan a sus hijos con nombres compuestos o con cierta musicalidad, como María Carla, María Fernanda, Lisette María y Daniela, así como Diego, Carlos Alberto y Braulio.


La moda de los nombres no es nueva. Nos persigue desde la antigüedad y su influencia se ha hecho sentir tanto en personas y calles, como en pueblos y ciudades. Nuestra tragedia, o mejor dicho, la de mis coterráneos; comenzó a tejerse desde que Cristóbal Colón firmó las capitulaciones de Santa Fe. Aquel famoso contrato le permitió organizar la expedición que meses después zarparía de Palos de la Frontera. En las cláusulas del convenio, los Reyes Católicos le concedían grandes privilegios sobre “las tierras que descubriera”.

En agradecimiento a Isabel I y Fernando II; el intrépido navegante genovés bautizó algunas de las “tierras descubiertas” en su primer viaje, con nombres de la familia real. Esa fue la razón por la que llamó Juana, a nuestra isla mayor -en honor a una de las infantas-; la misma que unos años después -tras el fallecimiento de sus hermanos mayores- heredó el trono de Castilla y Aragón; aunque ya tenía los cables cruzados, razón por la cual fue conocida como Juana La Loca. Afortunadamente, aquel acto de adulación colombina no fructificó, pues ahora seríamos juaneños, juaninos o juanenses, en lugar de cubanos.

En 1493, Colón emprendió su segundo viaje a “Las Indias”, con la misión de conquistarlas y poblarlas. Fundó en la isla La Española, la primera villa de europeos, a la que nombró La Isabela, en honor a la reina. A partir de aquel día, la moda de los nombres reales se extendió como la verdolaga.

Apenas unos pocos años después, al comenzar el siglo XVI, la moda era el santoral católico y cuando la colonización hispana se expandió rápidamente hacia Centro y Suramérica, fundaron villas como San Francisco de Asís de Sincelejo, Nuestra Señora de la Asunción de Panamá y Santa Marta, al mismo tiempo que Diego Velázquez fundaba villas como Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa, Santísima Trinidad y San Salvador de Bayamo.

Desafortunadamente el facilismo invadió la mente de fundadores de villas y pueblos. Nacieron entonces poblados como Manatí, Júcaro, Las Guásimas y Guayabal. En el auge de aquella nueva manía, fundaron a mi pueblo.

¡Qué poca visión tuvieron los fundadores de Campechuela! ¡Cuánta tragedia han causado!

Palo de Campeche
Durante la Guerra de los Diez Años, nombraron Campechuela, al villorrio de unas pocas chozas de pescadores y carboneros, sólo porque existía cerca del lugar un montecillo de palo de Campeche, que según los entendidos, es un árbol de madera dura, de unos diez metros de alto, corteza áspera y color pardo rojizo, oriundo de México y Centroamérica. No se sabe cómo prosperó el montecillo, aunque muchos coterráneos dieran un ojo por saber quién los sembró precisamente allí. Total; apenas un siglo después de la fundación del pueblo, no sobrevivía ni uno sólo de aquellos famosos árboles que dieron origen al nombre del poblado y sin embargo, ya pendía sobre la cabeza de sus moradores, el estigma que nos acompaña desde entonces y que nació cuando un mal intencionado rimó el topónimo con el refrán, para dar lugar a aquello de que “… en Campechuela; el que no corre, vuela”

Desde aquel aciago día, muchos campechuelenses viven una constante zozobra y son incontables las riñas surgidas entre lugareños y forasteros, por culpa de la dichosa frase. La historiografía popular también recoge reyertas surgidas en lejanos sitios del planeta, cuando en presencia de un coterráneo, algún gracioso ha pronunciado el abracadabra que es interpretada por algunos, como una ofensa personal.

Desde que nació la funesta frase, los campechuelenses -sin darnos cuenta- nos hemos agrupado en cuatro bandos bien diferenciados, por encima de profesiones, militancia y creencia religiosa. Al preguntarle de dónde es, se conoce el bando en el que milita un campechuelense.

Los indiferentes; tildados de flemáticos por el resto de los coterráneos, le responderán: “Yo soy de Campechuela”… y asumirán como chanza cualquier comentario que surja al respecto.

Los diplomáticos; catalogados como prudentes y renegados, siempre le contestarán: “Yo soy de un pueblo cerca de Manzanillo”… y no ofrecerán otra información, aunque se les torture.

Los defensores del vulgo; tachados de pueblerinos, le responderán: “Yo soy de Campechuela ¿Por qué? ¿Hay algún problema con eso?”… y rápidamente se pondrán a la defensiva.

Los belicosos; criticados por su exagerada agresividad, le suministrarán un puñetazo en pleno rostro e inmediatamente exclamarán que “… a ellos hay que respetarlos”.

Campechuela ya no es un caserío de pescadores y carboneros a orillas del Golfo de Guacanayabo; es un municipio con más de cincuenta mil habitantes y aunque cientos de campechuelenses formamos una diáspora atomizada por sitios tan distantes como MorónLa Habana y Miami, New Port Richey, Toronto,  Barcelona,  Buenos Aires y Moscú, aún seguimos militando en uno de aquellos cuatro bandos en que la cabrona frasecita nos agrupó.

                                                                 === FIN ===