A Félix Sosa (La Corúa).
Los oradores de la tertulia alababan los zapatos Amadeos, como a un familiar en la despedida del duelo, pero en 1975 los muchachos de La Marina no vivíamos al tanto de Cobra, Sasson, ni Adidas. Sólo conocíamos los kikos plásticos, con los que íbamos a la escuela, a las retretas del parque y a las descarguitas. Hasta abuelo Monguito calzaba un par de aquellos kikos, la noche en que lo despedimos en la terminal de ómnibus y lo vimos alejarse en la guagua Leyland, que lo llevaría a la capital para un turno médico.
Los oradores de la tertulia alababan los zapatos Amadeos, como a un familiar en la despedida del duelo, pero en 1975 los muchachos de La Marina no vivíamos al tanto de Cobra, Sasson, ni Adidas. Sólo conocíamos los kikos plásticos, con los que íbamos a la escuela, a las retretas del parque y a las descarguitas. Hasta abuelo Monguito calzaba un par de aquellos kikos, la noche en que lo despedimos en la terminal de ómnibus y lo vimos alejarse en la guagua Leyland, que lo llevaría a la capital para un turno médico.
Una tarde pescaba en el muelle, sólo por matar el tiempo.
Con una pequeña vara, un trozo de hilo de coser y un alfiler doblado a modo de
anzuelo, estaba matando las sardinas. De pronto, observé atónito una estampida
de muchachos corriendo a lo largo del muelle, en dirección a la orilla. Enseguida
comprendí el motivo de tal desorden: Félix; la
corúa, el joven más abusador del barrio, venía entrando al muelle y
todos sabíamos lo que sucedería. Sin importarle tamaño, edad, ni sexo, La corúa lanzaba al agua a todo el que
encontrara a su paso.
Era unos años mayor que yo. Su pelo era soga desflecada,
quemado por el sol y el salitre. Poseía una vocecilla de silbato de fútbol, que
desentonaba con el musculoso cuerpo. Era primo hermano de mi padre, pero era
bruto; no entendía de parentescos ni privilegios. Me lanzó al mar en la misma
plataforma, porque confiando en que era familia, no corrí hacia la orilla. En la obligada
zambullida perdí uno de mis kikos plásticos. Era mi único par de zapatos y por
mucho que me ayudaron a buscarlo, tuve que regresar desconsolado a la casa al
caer la noche y narrar lo acontecido. Poco faltó para una riña entre adultos,
por causa de aquel abuso.
Afortunadamente para mí, mi hermano Ernesto calzaba el
mismo número que yo y a partir de aquel fatídico día, cuando sonaba el timbre
del mediodía en la escuela, yo salía disparado. En la sala de la casa, de
completo uniforme, pero en medias, me esperaba mi hermano, al que rápidamente le
entregaba los kikos -con la misma precisión con que la cuarteta masculina de
4x100 metros de Jamaica se entrega el bastón- y Ernesto salía corriendo, para no
llegar tarde al colegio.
Así concluimos aquel curso. En el siguiente; mi hermano
estrenó un par de kikos nuevos y yo heredé los suyos.
=== FIN ===
=== FIN ===
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