A Rolando Rivas Pérez.
Pudiera pensar usted que elogiaré la hermosa dentadura de la joven que posa sonriente en una revista o los perfectos dientes que nos muestran desde su caja, los joven de la pasta dental Close Up. Se equivoca.
Pudiera pensar usted que elogiaré la hermosa dentadura de la joven que posa sonriente en una revista o los perfectos dientes que nos muestran desde su caja, los joven de la pasta dental Close Up. Se equivoca.
Rolando Rivas era tres años
mayor que yo. Cuando los dientes de leche fueron remplazados por los
definitivos, los cuatro incisivos superiores alcanzaron tal magnitud, que enseguida Roy y los demás jodedores del barrio lo apodaron Diente de Hacha.
Era un espigado y robusto
mulato de más de seis pies. Un verdadero diamante sin pulir para la pelota
granmense. Lanzaba rectas de noventa millas, aunque en aquella época no había
velocímetros. El equipo Cuba de pelota se perdió a un Jorge Luis Valdés, un
Norberto González o un Vladimir García. Rolando estuvo un año en la academia
provincial de béisbol, pero la abandonó porque le daban demasiada carne de
caballo. Al menos, eso era lo que él nos decía, cuando salía a relucir el tema,
aunque sospechábamos que era más bien por el complejo que tenía.
Una mañana de noviembre; mientras
un grupo de muchachos conversábamos junto al martinete, Rolando apareció sonriente.
Al verlo, quedamos atónitos. Sus dientes eran pequeños y parejos. No estábamos
soñando, no eran postizos. Nos contó que se los había desbastado con una lima fina
durante toda la noche.
Han pasado los años. Desde entonces Rolando tiene los
dientes perfectos y pocos recuerdan ya como eran al principio. Algunos seguramente
hasta olvidaron que estuvo dos meses tomando sopas y caldos, porque no podía
masticar ni el arroz blanco, del enorme escalofrío que sentía.
=== FIN ===
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