27 diciembre, 2011

El asedio al cuartel.


Era  el año 1978.  Aquel  atardecer   merecía  ser llevado al lienzo por  Vladimir Iglesias.  El Sol se  ocultaba en  el  horizonte  y  un  pálido rosado  se  desparramaba  sobre las quietas aguas del mar.  Los  cúmulos - como dóciles borregos- eran empujados por la ligera brisa. Mientras  charlábamos  de  un  tema  de gran interés, Carlos la codorniz, hizo una inoportuna observación que cambió el rumbo de la conversación.

Cinco años atrás; los vecinos de La Marina habían plantado cerca del muelle, varias posturas de flamboyán y había crecido un hermoso bosquecillo. En esta época, las flores caídas al suelo formaban una gran alfombra roja sobre el pasto sediento. En uno de aquellos árboles estaba atado el burro de Minor. El dueño lo trajo para que pastara, mientras él participaba de la peña, pero el vigoroso jumento, -que ya era famoso en el barrio por sus dotes- en lugar de aprovechar el tiempo para comer una apreciable ración de hierba, se movía impaciente, sin quitarle los ojos de encima a una yegua blanca que pacía amarrada, muy cerca de allí. El animal, ante tal estado de impotencia, se movía de un lado para otro, ora mirando ansiosamente a la potranca, ora implorándole al dueño, con los ojos desmesurados y las orejas oscilantes.

Cuando Carlos la codorniz se percató del acontecimiento e hizo la observación, la tertulia se convirtió en un caos. Los festinados –que éramos mayoría- aconsejamos a Minor que soltara al burro; otro grupo opinaba que sin la anuencia del dueño de la potra no debía tomarse ninguna decisión, mientras unos pocos hacían comentarios elogiosos sobre las cualidades del animal. Sin pronunciar palabra alguna, el dueño se levantó de su traviesa y se retiró del lugar, llevándose  consigo al insatisfecho animal. Aquel inesperado episodio dio lugar a varias historias. Todas se han borraron ya de mi memoria, excepto una; que atesoro como grato recuerdo: la que nos narró Gustavo Trevín.

El año 1958 entraba en la recta final y el país bullía por los sonados triunfos del Ejército Rebelde. Una tropa de barbudos había tomado el pueblo y el ejército de Batista estaba tan desmoralizado que no presentó combate y optó por agruparse en el cuartel, adonde habían acudido también chivatos, policías y tigres de Masferrer.

Crescencio Perez
Una tropa rebelde cercó el cuartel al caer la tarde y con la ayuda de simpatizantes, acarrearon sacos de arena desde la playa y construyeron varias fortificaciones frente al enclave militar. El combate comenzó al anochecer. Los barbudos estaban bien parapetados y cada media hora conminaban a los acuartelados a la rendición. Desde el asediado reducto, varias ametralladoras Thompson respondían con fuego cerrado, mientras gritaban eufóricos “¡matamos a Crescencio! ¡Lo matamos!”  -en alusión a Crescencio  Pérez; Comandante del Ejército Rebelde-.

El asedio se mantuvo toda la noche, pero imposibilitados de recibir el refuerzo que esperaban y al decaer la moral de los alistados; con las primeras luces del día, se rendía la guarnición. Fue en ese preciso momento que los militares observaron atónitos, que le habían estado disparando profusamente a la yegua blanca de Pibo, que pastaba frente al cuartel la tarde anterior, cuando comenzó el combate y cuyo cuerpo inerte, yacía ahora sobre el pasto verde y húmedo, con más huecos que una espumadera de campamento cañero.


                                                              === FIN ===


1 comentario:

  1. Interesantisimo tu comentario.
    Cesar (Pay) Hernandez Cisneros

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