Dedicado a Ika, Mongui, José Arturo y otros amigos de la infancia que se fueron aún jóvenes.
He pasado un domingo
como hace meses añoraba. He permanecido todo el día en el apartamento, sin muchas
cosas en mente. He comenzado a leer un excelente libro que un buen amigo me
regaló, hace dos meses, en Tampa. El libro se titula “25 maneras de ganarse a
la gente”. Entre lectura y sorbos de café, me han venido a la memoria recuerdos
de mis domingos de infancia, en Campechuela. Este es uno de ellos.
Cine Ruth (Duaba) |
Corría la década
del setenta y todos los domingos, desde muy temprano en la mañana, una legión
de bulliciosos muchachos hacíamos cola frente al cine Ruth (ahora, cine
Duaba), que es el único cine del pueblo, sin importarnos la película que pasarían
por la pantalla. En
el Campechuela de aquellos años, los domingos, los muchachos nos dividíamos en dos grandes grupos:
los que íbamos al cine y los que tenían que asistir a
las iglesias del pueblo. Como si todas las instituciones se hubiesen puesto de
acuerdo, a las nueve en punto comenzaba la matiné en el cine, la misa de la
iglesia católica y la escuela dominical de las iglesias protestantes y hasta abría
sus puertas la heladería, frente al parque.
Iglesia Católica |
Yo siempre
pertenecí al primer grupo, por eso sólo puedo narrar lo que en el cine ocurría. A las
iglesias; no podía ni asomarme, pues mi padre era militante del partido y me lo tenía
terminantemente prohibido. En eso siempre lo complací,
aunque nunca entendí la causa de aquella prohibición.
Por la enorme pantalla
desfilaban personajes famosos como el Charlot,
de Charlie Chaplin, el Gordo y el Flaco,
de Oliver Hardy y Stan Laurel y muchos otros personajes y actores del cine
silente. Las
balaceras de Billy el Niño, los
insólitos viajes de los filmes basados en las fabulosas aventuras de JulioVerne y las películas de guerra y muñequitos soviéticos eran disfrutados con
igual placer que el paquete de caramelos duros que nos vendían a la entrada del
cine. Algunas veces se disparaban más caramelos en la platea, que balas en el
asalto al tren del filme.
Un domingo, -en
que fuimos gratamente sorprendidos- pusieron la película La vida
sigue igual, del famoso cantante Julio Iglesias; claro, ya el filme llevaba
un mes en cartelera. Nunca
he visto colas más largas en mi vida, ni siquiera en la hamburguesería de Ayestarán,
ni frente al cine Chaplin, a finales de los años ochenta. La gente se pasaba la
noche entera, tirada en los portales de las casas contiguas al cine, sólo para
ver la película al día siguiente. Llegaron a entregarse papeletas de entrada en
los centros laborales, como una especie de estímulo moral.
La inmensa
mayoría de la muchachada disfrutaba los close
up y los travelling, pero Pedro Emilio
no le prestaba atención a la
pantalla. Se conformaba con comerse de lejos, en la
penumbra de la sala, a la bella Coralia,
a la que nunca le confesó su amor y por la que caminaba veinte cuadras diarias,
sólo para poder verla, parado en la ventana de su casa, mientras ella
disfrutaba de las aventuras, sentada en un cómodo sofá.
Para nosotros la matiné era como la mismísima misa
parroquial, a la que los feligreses no suelen faltar. Era un excelente lugar para pasar un
rato agradable con la noviecita de turno, besándonos como sólo saben hacerlo
los adolescentes y toqueteando por acá y por allá, cada vez que nos fuera
permitido. La mayoría de las veces ni siquiera mirábamos la película y al salir
del cine con un pañuelo tapándonos la nariz y la boca, -como nos aconsejaban las
abuelas- le pedíamos a los amigos cinéfilos que la narraran con todos los
detalles, para poder contarla luego en la casa.
=== FIN ===