Valentín |
¡El tiempo pasa
volando! Ángel Cuba se está jubilando y me parece que fue ayer cuando lo vi nacer. La llegada del primogénito de la joven pareja, constituyó un acontecimiento en la familia materna al amanecer del día de San Juan de Dios, del año 1960. El abuelo convocó a la
abuela, al padre de la criatura y a una docena de tíos que rebasaban los dieciocho
años de edad, para debatir acerca del nombre que debían endilgarle al recién
nacido. Toda la mañana estuvieron sentados alrededor de la mesa con olor a
cedro y manteca de puerco del comedor, discutiendo el escabroso asunto, pero sin llegar a
ningún acuerdo; por ello, el viejo decidió reanudar el concilio en horas de la
tarde. Agotados por el largo debate mañanero, al mediodía se dispusieron a
disfrutar de un exquisito fricasé de cerdo, congrí y yuca hervida y de un sabroso
aliño de ron con frutas, que habían preparado durante los últimos seis meses de
gestación y fue servido en diminutos vasos de cristal. Justo antes del brindis;
como si un ser alado les hubiese susurrado al oído, todos se levantaron al
unísono y gritaron a una voz:
- ¡Se llamará
Ángel de Dios!
Lo juro por El Supremo. Lo de Ángel se me ocurrió en ese instante, como un sincero tributo al bisabuelo materno, que llegó a estas tierras desde Galicia, huyendo de una
cruenta guerra civil y que constituyó el tronco fundacional de la familia, y de Dios...; bueno, porque le tocaba
por el santoral.
Silvio Cuba; el
padre de la criatura, que brindó y comió como un demente, trabajaba en
Manzanillo. Carmen Labrada; la madre del recién nacido -que no tuvo ninguna
participación en el brindis, pues estaba amamantando al crío- era una guajirita rubia y escuálida
de Pilón, que no conoció otra muñeca que no fuese una botella vacía de Bacardí,
a la que le ponía ropita, para luego acunarla entre sus brazos y acostarla en la
camita de hojas de plátano secas. De joven ayudó a los rebeldes que operaban en
la zona. Fue precisamente en aquellos trajines de la guerra, cuando conoció a
Silvio Cuba. Como millones de veces; fue un flechazo certero. Sus miradas se
encontraron de repente y quedaron así, por un brevísimo instante de tiempo, que
a ambos les pareció una eternidad y ya no fue preciso pronunciar palabra alguna.
Unos meses después, se casaron.
En aquel
caserón de techo de zinc, Carmen Labrada pujó con tanta fuerza durante el parto, que sus ojazos
azules casi se salieron de sus órbitas y se transformaron en globos
sanguinolentos, a los que hubo que ponerle fomentos de agua fresca durante cinco
días, para que desaparecieran aquellas manchas oscuras. El chico nació tan
robusto, que al patalear se resbaló de las manos de la vieja comadrona del pueblo,
pero por fortuna cayó de espaldas dentro de la palangana con agua tibia que
permanecía sobre los dos taburetes que servían de estribos a la parturienta.
Todavía me
parece verlo correr descalzo y sin camisa por las calles de aquel poblacho
donde creció, montando a caballo, o en aquellos baños interminables en el río.
No les contaré las historias con los animales domésticos, cuando aquella pandilla de
primos salía a mataperrear por los alrededores. Vacas, yeguas y puercas, chivas
y gallinas eran las inocentes víctimas de sus depredaciones juveniles.
¡Qué lengua la
mía! Debo callar. El Supremo me ha requerido varias veces, por esta manía. Total, si seguramente a nadie le interesan esos detalles juveniles, pues cada cual tiene su propia historia que contar.
=== FIN ===
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