Era el año 1978. Aquel atardecer merecía ser llevado al lienzo
por Vladimir Iglesias. El Sol se ocultaba en el horizonte y un pálido rosado se desparramaba sobre las quietas aguas del mar. Los cúmulos - como dóciles
borregos- eran empujados por la ligera brisa. Mientras charlábamos de un tema de
gran interés, Carlos la codorniz, hizo
una inoportuna observación que cambió el rumbo de la conversación.
Cinco años atrás; los vecinos de La Marina habían plantado
cerca del muelle, varias posturas de flamboyán y había crecido un hermoso
bosquecillo. En esta época, las flores caídas al suelo formaban una gran
alfombra roja sobre el pasto sediento. En uno de aquellos árboles estaba atado
el burro de Minor. El dueño lo trajo
para que pastara, mientras él participaba de la peña, pero el vigoroso jumento,
-que ya era famoso en el barrio por sus dotes- en lugar de aprovechar el tiempo
para comer una apreciable ración de hierba, se movía impaciente, sin quitarle
los ojos de encima a una yegua blanca que pacía amarrada, muy cerca de allí. El
animal, ante tal estado de impotencia, se movía de un lado para otro, ora
mirando ansiosamente a la potranca, ora implorándole al dueño, con los ojos
desmesurados y las orejas oscilantes.
Cuando Carlos la
codorniz se percató del acontecimiento e hizo la observación, la tertulia se
convirtió en un caos. Los festinados –que éramos mayoría- aconsejamos a Minor que soltara al burro; otro grupo opinaba
que sin la anuencia del dueño de la potra no debía tomarse ninguna decisión,
mientras unos pocos hacían comentarios elogiosos sobre las cualidades del
animal. Sin pronunciar palabra alguna, el dueño se levantó de su traviesa y se
retiró del lugar, llevándose consigo al
insatisfecho animal. Aquel inesperado episodio dio lugar a varias historias.
Todas se han borraron ya de mi memoria, excepto una; que atesoro como grato recuerdo:
la que nos narró Gustavo Trevín.
El año 1958 entraba en la recta final y el país bullía
por los sonados triunfos del Ejército Rebelde. Una tropa de barbudos había tomado el pueblo y el
ejército de Batista estaba tan desmoralizado que no presentó combate y optó por
agruparse en el cuartel, adonde habían acudido también chivatos, policías y
tigres de Masferrer.
Crescencio Perez |
Una tropa rebelde cercó el cuartel al caer la tarde y con
la ayuda de simpatizantes, acarrearon sacos de arena desde la playa y
construyeron varias fortificaciones frente al enclave militar. El combate
comenzó al anochecer. Los barbudos
estaban bien parapetados y cada media hora conminaban a los acuartelados a la rendición. Desde
el asediado reducto, varias ametralladoras Thompson respondían con fuego cerrado,
mientras gritaban eufóricos “¡matamos a
Crescencio! ¡Lo matamos!” -en alusión
a Crescencio Pérez; Comandante del Ejército
Rebelde-.
El asedio se mantuvo toda la noche, pero imposibilitados
de recibir el refuerzo que esperaban y al decaer la moral de los alistados; con
las primeras luces del día, se rendía la guarnición. Fue en
ese preciso momento que los militares observaron atónitos, que le habían estado
disparando profusamente a la yegua blanca de Pibo, que pastaba frente al
cuartel la tarde anterior, cuando comenzó el combate y cuyo cuerpo inerte, yacía
ahora sobre el pasto verde y húmedo, con más huecos que una espumadera de
campamento cañero.
=== FIN ===
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